viernes, 5 de marzo de 2010

Mi Conce azotado por un terremoto.

Nos azotó un terremoto grado 8,9 en Concepción, a las 03;45 horas del día 27 de febrero de 2010. Mi experiencia dentro de mi departamento, en un cuarto piso, fue aterradora. Es difícil explicar lo acontecido. Supuestamente yo tengo un sueño liviano. Gran error mío. José, dice que yo no podía despertar. Al principio cuando él me contó eso, yo no lo creía. Con el pasar de las horas, sí, lo creo. Porque cuando yo me bajé de la cama, él estaba cerca de la puerta de nuestro dormitorio y ahí nos quedamos paralizados y aterrados. Eran segundos de horror. Fueron los segundos más largos de toda mi vida. El edificio se sacudía de un lado hacia otro. José, dice que era una batidora. Estábamos aterrados, abrazados; yo esperaba lo peor. Primera vez en mi vida, que siento de cerca la muerte. Es más creí que ahí moría. Sólo esperaba que el edificio se derrumbaba y esperaba el final solamente. Ahí se me vinieron a la mente mis hijos, mis nietos, mi yerno. Fueron segundos horrorosos y de una oscuridad indescriptible. El ruido que acompañaba a este monstruo, era atroz. Todo lo más atroz y espantoso que haya vivido y con la conciencia de ser adulta. Todo era destrucción, sentía en mis hombros cosas que caían sobre mí. Todo era destrucción. Cuando sentí caerse mi vitrina decorada con hermosos vasos de cristal, confirmé que esto era un terremoto; no un temblor. Lentamente esta pesadilla comenzó a aquietarse y pudimos salir de la parálisis que nos encontrábamos producto del movimiento. Rápidamente tomamos conciencia de lo que teníamos que hacer para salvarnos y salir del edificio lo más pronto posible. Como estábamos durmiendo estábamos en pijama. Lo primero que se nos ocurrió buscar fue mi linterna que yo tenía cargándose y que nos salvaría de esa oscuridad espantosa en que nos encontrábamos. Nos vestimos y nuestros temblorosos cuerpos parecían verdaderos robots tratando de coordinar movimientos absurdos productos de tantos nervios. Busqué con la conciencia de que era de noche y estaría muy helado. Me abrigué bien mis pies, me puse un jeans, una parka muy cómoda y muy abrigada y comenzó nuestra escapada del departamento. Se nos hizo estrecho cada paso, ya que todo estaba fuera de lugar y esto dificultaba la salida. Había que tener conciencia de qué era más importante para tener a mano. Busqué uno de mis tesoros que nunca me han faltado: AGUA. Una gran botella de agua para José que es diabético y que tiene la tendencia de que se le seque la boca. Con nuestra linterna, nuestra botella de agua y abrigados comenzó nuestra huida del departamento. El horror comienza cuando hay gente implorando luz para alumbrarse. Busqué un encendedor y le regalé a una vecina que imploraba por alumbrar su departamento. La bajada por el edificio fue la más larga que haya realizado. Nos encontrábamos con vecinos desconcertados, aterrados, desesperados y cada uno tratando de salvarse de esta atrocidad que estábamos viviendo. La desorientación reinaba en cada ser que uno encontraba en el camino. Todos éramos sonámbulos y desamparados. Éramos cuerpos inertes que caminábamos entre tanto escombro. La vereda del frente del edificio La Patria, que es donde yo vivo, en donde se encontraban tiendas en edificios antiguos, estaban destruidos y los escombros tirados impedían nuestra estampida. Cables colgando de los tendidos eléctricos se nos aparecían paso a paso. El caminar desorientado producto de que el pavimento estaba agrietado, hacía todo más dificultoso. La linterna era lo más preciado que podíamos tener en nuestras temblorosas manos. La oscuridad que inundaba mi departamento, fue reemplazada, en mi trayecto por el paseo peatonal de Barros Arana, por la luna que ayudaba en parte a solucionar nuestro caminar inseguro. Nos congregamos a otros habitantes, tan aterrados como nosotros, de la ciudad, en la plaza de armas, de mi hermosa y amada ciudad de Concepción. En este rumbo desorientados que hacíamos en nuestra caminata hacia la plaza, iba acompañada de la desesperación de saber de mis amados hijos: Tuka, Emilia, Roberto, Fran, Uki; Pancho estaba fuera de Chile. Las comunicaciones estaban cortadas, nada funcionaba. Todo se hacía eterno. El no saber de cómo estaba mi amada hija con sus hijos en su hermosos hogar, cómo estarían sufriendo los niños, cómo consolar su llanto desesperado e inocente. Qué angustia no estar al lado de ellos aportando en su consuelo. Mi amado Uki, pensaba yo, se encontraba solo. También recordé a su polola, la Paty que estaba trabajando en una disco. Todo era incertidumbre. El no saber de cómo estaban cada uno de ellos, era muy aterrador. No sé qué cantidad de tiempo pasó cuando un mensaje maravilloso llegó al celular de José: Uki estaba bien. Nos quedaba saber de la hija; eso fue angustiante, ya que la cercanía al mar me aterrorizaba a pesar de que se dijera que no había peligro de maremoto. Confiaba sí en la sabiduría de mi amada hija y me calmaba. También confiaba en Roberto y sabía que juntos y llenos de amor estaban asumiendo su labor de padres protectores de mis amados nietos y que estarían tomando las decisiones adecuadas. Recibir noticias de ellos y saber que estaban bien, hizo que comenzara a tomar con más calma este desastre que invadía completamente. La sensación de tragedia y espanto, nos sacudía con cada réplica sísmica, que eran muy seguidas y traumáticas. Las explosiones cercanas que se producían y las humaredas que comenzaban a verse en lugares cercanos aumentaban la angustia y el miedo. Qué noche más larga tuvimos que aguantar en aquella plaza que siempre nos brindaba momentos gratos y que ahora era el único refugio a nuestros temerosos y angustiado cuerpos. Cada minuto era angustiante y un sentimiento de desamparo me invadía. Así, abrazados y amándonos como nunca, pero sin decir palabras, los dos, buscábamos consuelo en la unión desesperada que buscábamos en esos momentos de tanto horror, angustia y temor. El encuentro con Uki, comenzó a mitigar la angustia. La decisión de irnos a la casa de él estaba tomada. Regresamos, temerosos, al edificio a buscar remedios para la diabetes de José, algunas sencillas y cómodas pilchas y listo. Nos asilamos en la casa de mis hijos. Desde esa noche terrorífica con luna llena incluida, que estamos acomodándonos en este bello hogar que mis hijos han forjado con la ayuda de nosotros.

María Angélica Villar Norambuena.

Concepción, Chile. Octava Región.